Hoy he descubierto que mi mujer juega al Candy Crush a escondidas. Ha sido de pura casualidad. El lunes, cuando ya estaba arrancando el coche, voy y me acuerdo que he dejado una carpeta de un cliente en casa; esa tarea pendiente que todo autónomo tiene que currarse durante el fin de semana y que hay que hacer en algún hueco, entre las cañas matutinas, la comida con la suegra, la siesta o el partido del Atleti. Ella no se percató de mi sigilosa entrada y, sin que ella me viera, pude atisbar su habilidad juntando chuches y frutas, y pasando de nivel de una rapidez inusitada. ¿Cómo es posible? –pensé para mí- Si a ella la tecnología le parecía la raíz de todos los males e Internet una caja de Pandora donde se muestran las miserias humanas. Además estaba jugando con una tableta que en un momento de enajenación le regalé y que dormía (según tenía entendido) el sueño de los justos. En ese momento, se me encendió la bombilla. Ahora podía entender los cuchicheos y secretitos que compartía con el niño Roberto, entre risas, sin dejarme en ningún momento participar de la conversación. Estoy persuadido de que mi niño el hacker la ha camelado para jugar a ese adictivo juego, en el que terminas odiando las nubes, el regaliz y toda su parentela. Todo se pega menos la hermosura. Pero lo que me parece sangrante es que no reconozca en público su debilidad, que de alguna manera ha caído en las garras de la tecnología y que es muy difícil sustraerse a sus encantos. Esta tarde he cerrado el despacho antes de tiempo y me he apresurado para llegar a casa a una hora que no es habitual. Cuando he llegado, haciendo más ruido de lo normal, he sentido un cajón cerrarse con cierta violencia y un cierto color rosado asomando en sus mejillas. Se ha mostrado más cariñosa de lo habitual, incluso me ha dicho que me veía más delgado.
Yo ya sé su secreto y no pienso desvelarle mi descubrimiento. Ahora me divierte hablar en voz alta contra todo lo que suene a chip y videojuego, y regocijarme de que por lo menos en una cosa no me va a contradecir.